SAN VICENTE FERRER OP (1350-1419)
A lo largo del siglo XIV por lo menos en Occidente, la Iglesia en general vivió una profunda decadencia, generada y profundizada entre otros elementos por la larga estancia de los Papas en Avignon (1309-77), así como por la epidemia de peste que se desató a partir de 1348, a lo que se añadiría su división por el Cisma de Occidente desde 1378. La señalada decadencia se dio también en la Vida Religiosa en general y en los Dominicos en particular. Y ante ella brotaron diversas reacciones en pro de la observancia.
Este fue el ambiente en que se desenvolvió el que llegaría a ser San Vicente Ferrer. Nació en Valencia en 1350, inmediatamente después de ser azotada por la “Peste Negra”. Ingresó tempranamente en el Convento de Predicadores de su ciudad natal. Pocos meses después de hacer su profesión religiosa en 1368, viendo sus Superiores sus capacidades, fue enviado a estudiar Lógica al Estudio General de Barcelona, enseñando posteriormente esta materia en el Estudio de Lérida (1370-1372). Destinado de nuevo a Barcelona para cursar Sagrada Escritura y Teología (1372-1376), como era preceptivo en la carrera docente, enseñó en dicho Convento. En esta etapa de su formación compuso dos opúsculos filosóficos. En 1376 fue asignado a completar sus estudios teológicos al Estudio General del Convento de la francesa Toulouse.
Tres años después fue elegido Prior de su Convento de Valencia, pero renunció al año siguiente, siendo probablemente una de las causas su aceptación de Clemente VII. Y es que el Cardenal Pedro de Luna, que participó tanto en la elección de Urbano VI como en la contraelección de Clemente, le había encargado predicar en Valencia a favor de la legitimidad de este último. Por otra parte, acompañó -respondiendo a su expresa petición- al citado Cardenal en sus visitas a las Cortes de las Corona de Castilla y de Aragón, con el fin de inclinar a los monarcas a favor de tal obediencia.
Vicente volvió a Valencia y en 1385 fue nombrado Profesor de Teología en la Escuela catedralicia. Fueron los años más tranquilos y fecundos de su docencia escolar, pero en los que no abandonó la predicación. En 1389 fue nombrado Maestro en Teología y Predicador General. Renunció a su cátedra en la Seo valentina en 1390, siendo nombrado dos años después confesor de la reina Violante.
Pedro de Luna, elegido Papa con el nombre de Benedicto XIII, le llamó a la Corte pontificia de Avignon en 1395. Vivió dos años en la Curia, como Capellán, Confesor del Papa y Penitenciario Apostólico. Su salud se resintió gravemente y, en el curso de la enfermedad, tuvo una experiencia espiritual que para él fue decisiva: Cristo, acompañado de santo Domingo de Guzmán y san Francisco de Asís, le encargó ir por el mundo a predicar el Evangelio. En el primer momento sólo consiguió permiso para residir en el Convento dominicano de la ciudad, pero el 22 de noviembre de 1499 finalmente se despidió del Papa y se consagró totalmente a la predicación por buena parte de Europa occidental. Iba en calidad de Legatus a latere Christi, con amplios poderes de Benedicto XIII.
Predicase donde predicase acudían multitud de personas a escuchar su mensaje, dispuestas a comenzar una vida nueva. Le seguían clérigos, religiosos y laicos, que formaban una Compañía, o familia espiritual; algo parecido ocurría con otros predicadores populares de la época. Sobre su modo de predicar escribía el Rector de la Universidad de París, Nicolás de Clemanges, desde la ciudad de Génova en 1405: “Nadie mejor que él sabe la Biblia de memoria, ni la entiende mejor, ni la cita más a propósito. Su palabra es tan viva y tan penetrante, que inflama, como una tea encendida, los corazones más fríos […] Para hacerse comprender mejor se sirve de metáforas numerosas y admirables, que ponen las cosas a la vista […] ¡Oh si todos los que ejercen el oficio de predicador, a imitación de este santo hombre, siguieran la institución apostólica dada por Cristo a sus Apóstoles y a los sucesores! Pero, fuera de éste, no he encontrado uno sólo”. Con frecuencia sus sermones eran tomados por escrito y después se hacían copias, de las que se conservan numerosas muestras en archivos y bibliotecas de Europa.
Hasta 1408 estuvo predicando por Francia e Italia. A principios del año siguiente, entró en España, de donde había salido doce años antes. El 12 de abril de 1412 estaba en la ciudad de Caspe para mediar en el pleito sucesorio de la Corona de Aragón que se planteó a la muerte de Martín I el Humano. Había sido elegido representante del Reino de Valencia, junto con su hermano el cartujo fray Bonifacio Ferrer y otros. El posterior 28 de junio, él mismo hizo pública de manera solemne la sentencia final a favor de Fernando de Antequera, infante de Castilla.
Vicente continuó predicando no sólo por tierras de la Corona aragonesa sino del sur de Francia. Precisamente a Perpignan acudieron el emperador Segismundo, representantes del Concilio de Constanza que se había iniciado en 1414, y el rey Fernando I de Aragón, para negociar la renuncia de Benedicto XIII. Este, sin embargo, no aceptó y el 6 de enero de 1416 Vicente anunció en la catedral de dicha ciudad la sustracción de la obediencia del rey de Aragón al Papa Luna.
Le pidieron con insistencia que asistiera al Concilio de Constanza, pero él siempre señaló que se sentía urgido de manera irresistible a la evangelización, gracias a la palabra, de los hombres de su tiempo. Continuó predicando por tierras francesas, evitando las zonas afectadas por la Guerra de los Cien Años -que se había iniciado en 1339- y que por otra parte, eran más directamente controladas por París.
Un testigo de aquellas predicaciones dirá: “El Santo era viejo, débil y pálido; pero después de decir la Misa y cuando predicaba parecía joven, en buen estado de salud, ágil y lleno de vida”. Después de estar por el Mediodía francés, se internó en la Auvernia, pasando luego a la Bretaña, donde transcurrirán los últimos meses de su vida. Falleció en Vannes el 5 de abril de 1419. Su sepulcro se halla en la catedral de la ciudad; fue canonizado por el Papa de origen valenciano Calixto III en 1455.
De las obras de San Vicente Ferrer que han llegado hasta nosotros deben señalarse sus dos Tratados filosóficos, en los que desde los postulados de la filosofía aristotélico-tomista responde a algunas afirmaciones del nominalismo bajomedieval imperante. Por otra parte, también escribió un Tratado sobre el Cisma moderno, con el que con razones teológicas y del Derecho Canónico vigente pretendía convencer de que el Papa legítimo era el de la obediencia aviñonense. Además, también participó en la redacción de un Tratado contra los judíos en el que después de tratar de ciertas cuestiones, se desarrolla un conjunto de temas, peculiares de las tradicionales Disputas doctrinales de aquella época.
El escrito vicentino que más ediciones e influencia ha tenido a lo largo de los siglos es su Tratado de la vida espiritual, escrito como respuesta a las preguntas formuladas por un novicio que quería caminar y progresar en su espiritualidad. En él, Vicente no sólo muestra el conocimiento de los autores espirituales más prestigiosos en aquel momento, sino que además deja entrever su vivencia de dominico observante.
Sus numerosos Sermones -redactados en su lengua vernácula, en latín y en castellano, quedando todavía algunos inéditos- nos muestran otro aspecto de su magisterio. Fue un predicador fundamentado en las Sagradas Escrituras y la Tradición; pero también un hombre de Iglesia abierto al mundo intelectual. Su mente imaginativa y viva, amó la lógica y buscó siempre el razonamiento y la síntesis. Su espíritu fue siempre libre, con la libertad de aquellos que a ningún poderoso de la tierra se esclavizan y hablan como hijos de Dios. Buscó e invitó a buscar la santidad por los caminos del sano equilibrio humano y cristiano, huyendo de estridencias que sólo llevan al cansancio y al desaliento.
Vicente amó a la Iglesia esforzándose para que superase su división, y entendió y practicó aquella primera fraternidad entre todos los hombres, respetándolos y amándolos cualquiera que fuera su pensar, pero buscando comunicarles la Verdad divina. Realista en la visión de su tiempo, no se empeñó en detener los movimientos sociales imperantes, sino que se esforzó en iluminarlos con la luz del Evangelio.
Fr. Alfonso Esponera Cerdán, OP.
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